La libertad se esconde en una botella
Llegué muy temprano y sin apuros, ambas
cualidades poco explotadas por mí. El tiempo no es amigo mío, generalmente me
engaña o me asusta. Antes lo llevaba colgando en mi muñeca, pero su peso era
insoportable. Corría de un lado a otro tratando de llegar medianamente temprano
a cualquier lugar. Esa sensación de ver que el tiempo se desvanecía, me volvía
loco. Parecía que era yo quien estaba colgado de él. ¿A quién se le habrá
ocurrido crear el manicomio de 24 horas? Hay veces que uno se pregunta: “¿por
qué tan poco tiempo?”, sobre todo en momentos como el que se avecinaba. Creo
que es el espíritu de la juventud ya que dicen que los viejos se preguntan lo
contrario mientras esperan ansiosos algo fuera de lo común, inclusive la
muerte.
Convencido ingenuamente de la lejanía de
aquel oscuro acontecimiento, llego temprano y sin apuros a este mas colorido.
El lugar se encuentra apacible y casi desierto. Murmullos criollos contrastan
la música extranjera que suena muy despacio. Sin embargo, en mi interior se que
este ambiente cambiará de repente. La experiencia me ha demostrado que los
estados tan tranquilos duran poco, son la antesala a algo grande, ruidoso y
muchas veces caótico. Son como dicen, “la tranquilidad que antecede a una
tormenta”.
Como en gotas van cayendo amigos. Se los ve
distintos a la luz de la luna, pero son ellos. No por el brillo del satélite,
sino por sus vestimentas y accesorios, muy elegantes e inútiles para la vida
práctica que llevamos habitualmente. Ya no los recordaba de esa manera. Su sola
presencia va mermando la tranquilidad del lugar, o tal vez la mía.
Al marcar las cero horas, veintiún abriles
automáticamente se hacen presentes en uno de los concurridos. Es la excusa de
esta reunión, es el motivo ineludible de nuestra presencia. Entre risas, ironías
y algún que otro comentario fuera de lugar va avanzando la noche, al ritmo de
la música y del tintinear de copas y botellas vacías.
De a poco, los desconocidos se hacen amigos,
los amigos más amigos todavía. La hermosura de las mujeres se hace más
evidente. El cortejo se va llevando a cabo de manera natural, de manera inconsciente,
a través de una mirada o una sonrisa. Simplemente el instinto se hace presente
y de manera mecánica entiende lo que la razón demora o impide.
De pronto, sin darme cuenta me encuentro
sumido en un mundo que ya extrañaba: sin horarios, sin compromisos. Ni deudas
ni tabúes pueden manchar este eterno instante dionisiaco. Totalmente opuesto a largas
semanas inventando horas para que, con la ayuda de varios cafés nocturnos,
Sampieri y Sautu puedan ingresar a mi cabeza.
La moral aprendida queda de a poco en un
segundo plano, las responsabilidades en tercero, los estudios en cuarto. Los
contratos sociales se desvanecen solo por este momento. Las potentes e
ineludibles garras que nos sujetan a la sociedad se quiebran por un limón y un
vasito de vidrio. La libertad viene en forma de botella.
El cuerpo molesta, la quietud de la silla no
se soporta. ¿La música subió o son mis oídos que se agudizan? De a poco el
estudiante se vuelve artista. El movimiento se hace presente, de manera frenética
por momentos, de forma sensual en otros. El canto participa de igual manera en
un inglés imposible de entender. Pero la idea no es entenderse, es
desconocerse. Entre nosotros, con nosotros mismos, aunque de hecho nos
conocemos mejor en estas situaciones, aunque sean pocas.
Los cuerpos se juntan, se mueven al compás de
cualquier ritmo. La cumbia, el techno, el rock, todo se baila igual: al ritmo
de la alegría y la libertad.
Y si; son estos momentos en los que uno
quisiera alargar las horas, ocultar el deprimente giro de las manecillas de
nuestros ojos, los cuales se entretienen con la coreografía bien ensayada de
luces y destellos en el falso firmamento del lugar. Y de pronto, por aquella
señorita desconocida que nos invita con su mirada a conocernos.
Accedo, intentando recordar el procedimiento
del “encare”. No estoy seguro si de manera directa o tímida me acerco. Tampoco
recuerdo el nombre de la joven, ni su trabajo; pero sí esa sensación de
poder, de galantería oculta, que ni yo sabía que la tenía. El sentirse supremo
por una vez, sentir que uno controla todo lo que tiene alrededor es más
embriagador que lo ingerido permanentemente, y más hermoso que la preciosa
pelirroja que tengo en mis brazos.
La realidad no nos permite sentirnos ni
actuar así. Estamos obligados a vivir bajo normas impuestas, tratando de
alejarnos de lo más natural que tiene el hombre, de borrar nuestros impulsos y
encarcelar nuestras emociones. Por suerte existen lugares donde la ilusión
tiene rienda suelta, paradójicamente creadas para mantenernos tranquilos.
Fuera de mi cabeza y de manera sorpresiva, las
luces del lugar se encienden. Lastiman la vista por su inmediatez, y mi alegría
por poner fin a una memorable y necesaria noche. Mis ojos se irritan, mis
piernas se aflojan y se dirigen, junto a otras igualmente tambaleantes al frio
habitual de la noche.
Es el impacto del frio el que nos refresca la
memoria, el saber que en cuestión de horas estaremos nuevamente frente a una
realidad inquebrantable e indomable. Nadie puede con este manicomio
irreversible de veinticuatro horas. Obligado eternamente a ir por la derecha,
como muchos desean que vayamos nosotros, eternamente también. La única forma de
sobrevivir es despistarnos ocasionalmente de que existe esta realidad. Mirar en
ocasiones la vida a través de un vaso. Ya se los dije: la libertad se esconde dentro de una botella.
Mientras caminamos al punto de partida,
recordamos entre risas lo ocurrido en la noche, prometiendo reiterar
próximamente un encuentro entre amigos, aunque todos sabemos que será
imposible. Pasaran varios días, inclusive semanas para saborear nuevamente la
libertad. No estamos tristes. Es que justamente, la eventualidad de estos
momentos los hacen memorables y necesarios. A la realidad y su duración estamos
atados siempre. Esta noche fue un regalo.